miércoles, 1 de septiembre de 2010

Arquitectura y Verano 4: Sverre Fehn en bicicleta

Por Anatxu Zabalbeascoa

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El único arquitecto noruego reconocido con el premio Pritzker no aprendió del norte sino del sur. Para relacionar arquitectura y hielo, para hacer hablar al paisaje, Sverre Fehn (Konsberg, 1924-Oslo 2009) tuvo que viajar a Marruecos. Tenía 28 años cuando, en 1950, pasó una temporada larga en el norte de África. Le acompañaba su mujer, la pianista Ingrid Lobers Pettersen. Se acababan de casar. Ingrid se quedaría con él toda su vida. Marruecos también.

Entre las viviendas de adobe y el desierto, Fehn aprendió una lección que llenó de sombras el credo moderno que, por entonces, a mediados del siglo XX, se construía como la vanguardia. En esa relación con el lugar el arquitecto leyó algo más internacional que en cualquier estilo de vidrio y acero, por mucho que éste se empeñara en etiquetarse internacional. Casi parafraseando a Picasso, Fehn pronunció en Marruecos una frase que hizo suya “Descubro. Y soy lo que descubro”. Se descubrió. Se reconoció. Una sola frase puede parecer poco. Pero es mucho en boca de un hombre que ni habló ni escribió prácticamente nada. Fehn sólo construyó. Y construyó poco, apenas una veintena de edificios de tamaños medio y pequeño. Nunca dejó de trabajar. Pero jamás tuvo más de dos proyectos sobre la mesa. Nunca colaboraron en su estudio más de cinco personas. Con frecuencia trabajó solo. Esos son los números del Pritzker del 97.

Escasamente teórico, pero muy reflexivo, Fehn fue un profesor escuchado, recordado y, ahora, añorado. En sus clases no hablaba de su trabajo. Y tuvo tiempo y motivos para hacerlo: dio clases durante treinta años en la Escuela de Arquitectura de Oslo. Creía firmemente en la cercanía entre vida y trabajo. Consideraba necesario habitar cerca de los proyectos y confiaba en la presencia del arquitecto durante la construcción tanto como en dejar dibujado hasta el más mínimo detalle sobre el plano. Dicho esto, confiaba muy poco en las teorías. Así que en 1950, durante ese viaje a Marruecos vio la luz. El barro le habló.

Hasta entonces Fehn había viajado mucho por Europa para ver arquitectura. Lo hacía acompañado por amigos proyectistas. Y en bicicleta. Pedalear hasta un edificio era una manera de comprender la arquitectura que le interesaba. Le obligaba a dedicar tiempo a las visitas. Debía aproximarse poco a poco hasta los edificios, observando el contexto, adivinando los inmuebles en la distancia hasta descubrirlos en un lugar que siempre era distinto al que retrataban las fotos. Le interesaba esa suma: los edificios en sus paisajes, la arquitectura utilizada por las personas.

Con todo, el viaje a Marruecos no fue en bicicleta. Por entonces Fehn tenía un Citroën Dos Caballos. Y no le daba miedo el desierto. Le fascinó que el color de las ciudades fuera el mismo que el de la tierra, que arquitectura y paisaje se fundieran en un mismo horizonte. No es exagerado decir que, en Marruecos, Fehn creyó comprender el mundo. Le parecía que esa mezcla de pobreza y limpieza arquitectónica era elocuente, que en esa idea, de la tierra como la base de la que nace la arquitectura, era la clave: “es en el encuentro con el suelo donde la construcción encuentra su dimensión”.

Con ese bagaje, Fehn se presentó sólo a dos concursos. Y los ganó los dos. En 1958, levantó el pabellón Noruego en la Exposición Universal de Bruselas. Literalmente. Sólo 48 tornillos lo mantenían unido y Fehn disfrutó su primer edificio: se gastó los honorarios en el alquiler de una habitación de hotel para supervisar la llegada de las piezas y su colocación. Esa idea, la de visitar varias veces al día la obra, está presente en muchos de sus trabajos. Unos años después, y en otro pabellón extranjero, el de los países nórdicos que permanece en los jardines de la Bienal de Venecia, Fehn culminaría lo que para muchos es su obra maestra. Sin un umbral claro, el pabellón es moderno pero habla de un orden clásico. Austero, sin maquillaje y atravesado por varios árboles, el edificio ha sabido asumir el paso del tiempo como parte de su expresión. Fehn lo quiso así, cuando le pidieron que cortara los árboles se negó. “Entre la naturaleza y la tecnología gana la naturaleza”.

Las casas pequeñas, con programas enormes, fueron uno de los grandes retos de este arquitecto. En realidad, en los muchos años en los que recibió pocos encargos, fue esta tipología la que le permitió seguir construyendo, algo esencial para su manera de pensar. Partía de la base de que no creía en la casa como en un escenario vacío. Tal vez por eso, ninguna de sus viviendas es neutral. Sus casas retratan tanto al lugar como al inquilino. Pero también a la arquitectura como algo cambiante

Fehn comentó en una ocasión que había estado media vida diseñando la casa-estudio de su amigo pintor Ingolf Holme. Cuando finalmente la concluyó, en 1996, la planta quedó formada por la intersección de dos cuadrados de muy distinto tamaño. El pequeño, en uno de los ángulos, formaba una especie de torre del homenaje. Las mejores vistas de la casa eran para el baño, en la segunda planta de esa torre. Fehn declaró entonces que no sabía si la casa, dibujada durante tantos años, había marcado la pintura de su amigo o si, al contrario, había sido la pintura de Holme la que había, al final, engendrado una planta así. Abrigada por lamas de madera y apostada al pie de una colina, es uno de sus trabajos más sobresalientes.

Tras cerca de veinte años de vida precaria y dificultades económicas, el Pritzker de 1997 llevó a su estudio reconocimiento, pero no más trabajo. Prácticamente recogida en Noruega, la obra de Fehn es así: poca y muy cuidada. Y la voluntad de hacer más visible el paisaje es la marca de su hacer.