domingo, 20 de junio de 2010

Hacer a los argentinos

Luis Alberto Romero
Para LA NACION

Miércoles 16 de junio de 2010

A fines del siglo XIX, el Estado argentino encaró una tarea extremadamente compleja: hacer a los argentinos. Su instrumento principal fue la escuela, y su éxito constituyó uno de los logros más contundentes que la Argentina exhibió en su primer centenario. Cien años después, la escuela deberá encarar un desafío similar: volver a hacer a los argentinos. Pero ahora, y a diferencia de hace cien años, deberá hacerlo en el contexto de una sociedad empobrecida y segmentada, y con el débil respaldo de un Estado carcomido interiormente y escaso de ideas y proyectos.

Desde las décadas finales del siglo XIX, la educación formó parte de las prioridades del Estado. Era aquél un Estado en construcción, dirigiendo una sociedad a la que la inmigración masiva estaba haciendo de nuevo. Los dirigentes políticos vivieron la circunstancia irrepetible de la "ingeniería social": poder llevar adelante, sin fuertes oposiciones, un proyecto para la Nación, en el que la educación tenía un papel fundamental.

En esa materia, se enfrentó con dos competidores. Uno era la Iglesia, que por entonces no tenía fuerza institucional suficiente para ofrecer una alternativa, aunque desde entonces se dedicó a construirla, y con éxito. El otro eran las organizaciones de las colectividades extranjeras, especialmente la italiana, preocupada por educar italianamente a los hijos de los inmigrantes. No era un problema menor, como mostró Lilia Ana Bertoni. La carta de triunfo del Estado fue ofrecer un servicio educativo a todas luces excelente. Las escuelas-palacio de fines de siglo, que aún subsisten, son uno de los muchos ejemplos de esa preocupación. El Estado ganó la competencia con amplitud.

¿Cuáles eran las tareas que el Estado asignaba a la educación en esa sociedad en formación? Lo básico es bien conocido: la enseñanza sería obligatoria, gratuita, común y laica. Se trataba de hacer un gran esfuerzo para ofrecer a todos los niños la misma posibilidad de una enseñanza excelente. Una enseñanza que los capacitara para desarrollarse en una sociedad competitiva y que desarrollara en ellos la valoración del esfuerzo y el trabajo y la confianza en el reconocimiento del mérito. Una enseñanza en la que los exámenes eran parte central del aprendizaje.

Pero había otra función: hacer a los argentinos. Los argentinos no nacieron en 1810 ni se hicieron argentinos espontáneamente, sino por obra del Estado educador. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, el problema se limitaba a integrar en una comunidad nacional imaginaria a porteños, salteños o cuyanos. Pero desde entonces se complicó y amplificó, con la llegada de las masas de piamonteses, calabreses y napolitanos, gallegos, catalanes y andaluces, siriolibaneses, montenegrinos, suecos, suizos... Hacer a los argentinos, a partir de esa muchedumbre babélica, se convirtió en un problema central para el Estado, que aceptó a regañadientes que los padres difícilmente se nacionalizarían -tales fueron los atractivos términos de la oferta inmigratoria-, pero apostó por los hijos y la escuela.

Allí, los hijos de los inmigrantes aprendieron la "lengua nacional", la geografía nacional y, sobre todo, la historia nacional. Los hijos de inmigrantes, que en su casa hablaban con sus padres y abuelos, quizás en su lengua, sobre su pasado y sus tradiciones, aprendieron que su historia en realidad comenzaba en 1810, que su héroe patrio era San Martín, que personajes como Rivadavia, Rosas o Mitre eran parte de su historia y de sus problemas. Se trataba, además, de una historia moral, con un mensaje acerca de las instituciones y el valor de la ley, apoyada por una sólida enseñanza del civismo. De modo que, además de argentinos, se formaron ciudadanos, aptos para reclamar sus derechos y ejercerlos. Un historiador se admira de la calidad de semejante "invención" historiográfica y de la eficacia de su transmisión. Un ciudadano empieza diciendo: así se hizo la Argentina.

El proyecto escolar fue parte del proceso más amplio, complejo y espontáneo de construcción de una nueva sociedad, al que la educación contribuyó a moldear. El resultado fue una sociedad caracterizada por su capacidad para incorporar e integrar a los migrantes externos, luego a los internos y finalmente a los de los países limítrofes. Lo hizo en primer lugar asegurándoles trabajo y oportunidades. Como no había tradiciones estamentales o de linaje, salvo en el estrecho sector de las elites, lo que se construyó fue una sociedad básicamente móvil, que a mediados del siglo XX había completado su democratización. Muchas veces se ha subrayado que la Argentina fue un país de clases medias, una singularidad en el contexto hispanoamericano. La idea es correcta, pero no en términos estáticos -una franja en una pirámide social-, sino como imagen de una sociedad en la que los hijos normalmente estuvieron mejor que sus padres. La educación fue uno de los principales instrumentos de ascenso y el Estado puso al alcance de todos una educación excelente.

Si comparamos aquella Argentina con la actual, saltan a la vista dos grandes diferencias. De la integración y movilidad social hemos pasado a la polarización y la segmentación. Por su parte, el Estado ha perdido su rumbo y su potencia, y ni puede ni sabe cómo modificar la situación actual. Si bien este cambio se incubó a lo largo del siglo XX, el gran quiebre se ha producido a mediados de la década de 1970.

A lo largo del siglo XX, el Estado desarrolló una relación ambigua e impura con las grupos de intereses de la sociedad y terminó convirtiéndose en un botín, disputado por corporaciones que habían colonizado sus oficinas y ministerios. En el caso de la educación, la principal es la Iglesia, que otrora tuvo la intención de convertir al Estado en confesional, pero que desde mediados del siglo XX se concentró en desarrollar su propio sistema educativo, financiado por el Estado, cuyo crecimiento ha acompañado la declinación de la escuela pública. La otra gran corporación son los gremios docentes, cuyos modos de funcionamiento constituyen hoy un serio problema para la escuela.

Pero además, desde 1975 hasta hoy -con la salvedad de los años de Alfonsín, que al respecto fueron neutros-, distintas políticas, con diferentes intenciones, coincidieron en un resultado común: desarmar el Estado, sus agencias, su funcionariado, sus normas, su ética, su capacidad de pensar. En la educación, esto se tradujo en el abandono de la función directriz del Estado nacional y en la reducción de recursos presupuestarios, clara señal de que la educación había dejado de estar entre sus prioridades. Un caso típico fue el de la transferencia de las escuelas y colegios a las provincias, generalmente sin los recursos correspondientes.

A eso se agregó, en los años 90, la reforma educativa. Hubo en ella un esfuerzo valioso de actualización de los contenidos, pero se le agregó una reestructuración de los ciclos -la EGB, el polimodal- cuya necesidad no era evidente y cuyos costos fueron altísimos. Se sostuvo que era necesario un cimbronazo institucional para que cada docente cambiara sus rutinas. Quizá sea así en otros contextos. Pero en la Argentina de los años 90 lo que se hizo fue destruir lo que había sin tener los medios de construir algo nuevo. Esa fue la contribución más importante del Estado a la crisis de la escuela pública, a la que por entonces decidió considerar la escuela de los pobres.

Con respecto a la sociedad, coexisten hoy tres mundos separados: una minoría muy rica, un gran sector de pobres y otro gran sector de clases medias, sobrevivientes de la vieja Argentina y tradicionales animadoras del viejo proyecto educativo. Entre estas clases medias, un sector muy amplio apreció tradicionalmente la calidad de la escuela pública y sobre todo valoró su carácter común y su contribución a la integración social y a la formación de ciudadanos. Su acelerado deterioro, notable en las dos últimas décadas, llevó a la mayoría de ellos a enviar a sus hijos a escuelas privadas; quizá no se entusiasman con sus orientaciones culturales ni se ilusionan con su nivel pedagógico, pero aprecian que al menos las clases se dictan. Esta deserción de las clases medias ha hecho una contribución importante a la crisis de la escuela pública, reservándola para quienes no pueden pagar otra.

La gran novedad de la sociedad argentina es la formación de un mundo de la pobreza. Al principio fue el resultado de la desocupación y la retirada del Estado. Hoy es un mundo que tiene su propia lógica de reproducción y que no se disolverá simplemente con mayor oferta de empleo. En el mundo de la pobreza está desapareciendo la idea del trabajo regular, con todo lo que implica en términos de organización social, y la cultura del esfuerzo, el mérito y el logro ha perdido su antigua significación. Por otra parte, es un mundo donde el Estado legal tiene poca presencia, aunque la acción ilegal de sus agentes sea importante. Una zona gris, en los términos de Javier Auyero, en donde los términos de lo lícito y lo ilícito significan poco.

Finalmente, es un mundo de renovado movimiento migratorio, proveniente de provincias argentinas y de países limítrofes. Un mundo babélico, de comunidades étnicas con una cierta tendencia a la autorregulación.

Paradójicamente, la escuela es una de las partes del Estado que mejor han resistido el vendaval destructor. Que hasta cierto punto conserva su institucionalidad, su normativa, su personal, con una dosis de calificación y de ética burocrática. De hecho, un Estado en retirada les confía hoy a sus escuelas para pobres y a sus docentes la función de la inclusión, de la contención. Le pide infinidad de cosas: que alimente, que cuide de la salud, que se haga cargo de las situaciones familiares y eventualmente que eduque. Ha habido, sobre todo en los últimos diez años, una decisión de subordinar las prioridades educativas a las de la inclusión y la contención, a costa de los valores del saber y el aprendizaje, del mérito, el logro y hasta el trabajo. Una buena función, sin duda, si sólo se trata de una reproducción menos dolorosa y conflictiva del mundo de la pobreza.

Una transformación de ese mundo requiere otra política. Por cierto, la escuela no puede resolver el problema de la pobreza, pero tiene una función esencial en un proyecto más amplio. Implicaría para la escuela un desafío no menor que el de 1900. Se trata de enseñar de modo tal que los niños pobres quieran hacer el esfuerzo de modificar ese mundo. Se trata de enseñar los saberes necesarios, que no son necesariamente los más actuales. Se trata de recuperar uno que, de manera sorprendente, la democracia ha radiado: la alfabetización constitucional, la enseñanza de la ley. Pero lo decisivo está en las prácticas, las actitudes y los valores. Hay que enseñar que ser alumno es un trabajo. Que se aprende con esfuerzo. Que en la enseñanza hay logros y hay méritos que deben ser reconocidos. Y también exigencias, exámenes, estándares mínimos y promociones que no son automáticas. Varias corrientes pedagógicas han sembrado sospechas sobre estas palabras, pero con ellas se construyeron los buenos sistemas educativos, en el capitalismo y en el socialismo.

Finalmente, se trata de volver a atraer a la escuela pública a las clases medias que la han abandonado, ofreciéndoles otra vez una enseñanza de tanta o más calidad que la escuela privada. Se trata de integrar a ellos y a los pobres en un universo común. Contra la corriente de una sociedad segmentada, se trata, otra vez, de hacer a los argentinos. Es un desafío tan grande como el que enfrentó la escuela de 1900 con los inmigrantes. Como entonces, es necesario en cualquier proyecto para la Nación. Pero, por supuesto, no es suficiente. © LA NACION

El autor es historiador del Conicet-Unsam

Los intelectuales / John Lynch

Los intelectuales / John Lynch

"América latina no necesita ahora una nueva independencia"

El historiador inglés rechaza las ideas de Chávez

Miércoles 16 de junio de 2010

Graciela Iglesias
Para LA NACION

LONDRES.- En más de un sentido, John Lynch representa a una especie en extinción. Es uno de los últimos historiadores británicos que pueden ser considerados hispanistas y una autoridad en temas latinoamericanos, y también es capaz de cautivar con su pluma a los lectores no académicos.

Dice que América latina conquistó su libertad hace dos siglos y es falso que necesite "una segunda independencia", como la que propone el venezolano Hugo Chávez.

Profesor emérito de la Universidad de Londres, sus biografías San Martín, soldado argentino, héroe americano (Barcelona, 2009) y Simón Bolívar (Barcelona, 2006) han sido éxitos comerciales y, como la veintena de títulos que las precedieron, son ahora también obras de referencia.

Aunque tiene múltiples galardones y logros profesionales, John Lynch habla con especial cariño de su condición de "miembro corresponsal" de la Academia Nacional de la Historia Argentina desde 1963.

Al hablar del proceso de independencia latinoamericano, Lynch advierte que no tuvo carácter económico o social, por más que reconoce que trajo avances en ese terreno, entre ellos, la abolición de la esclavitud. "Esencialmente, yo creo que hay que hablar de una independencia política -sostiene-. Fueron movimientos políticos dirigidos y organizados por un sector de la sociedad, sin gran participación masiva. En algunos países hubo cierta presencia popular, pero en general fue un movimiento dirigido por la elite criolla, destinado a reemplazar a la elite española al frente del poder."

-Entonces, ¿tienen razón los políticos que afirman que estamos frente a una segunda independencia porque ellos buscan abordar esas asignaturas que habían quedado pendientes?

-En términos económicos, está de moda afirmar que la dependencia de España fue reemplazada por una dependencia de Gran Bretaña, a través del libre comercio, y después una dependencia de los Estados Unidos. Pero la dependencia económica con España era muy real y concreta. España mantenía un monopolio comercial y de inversiones. Con la abolición de ese monopolio, los latinoamericanos quedaron libres de elegir qué dependencia querían, si querían alguna. Adquirieron cierto poder de elección que antes no tenían.

-Algunos dicen que Gran Bretaña se cuidó de estar envuelta en el movimiento emancipador desde un principio con la intención de condicionarlo más tarde.

-Yo comparto la opinión que tenía Bolívar. El solía decirles a quienes lo criticaban por acercarse demasiado a Gran Bretaña que había que estar orgullosos de fomentar esa relación. El tipo de protección que los libertadores buscaban del lado británico era una protección de facto de parte de su armada, la más poderosa del mundo. Su mera presencia en los mares del sur servía para poner coto a las pretensiones imperialistas españolas.

-¿No suscribe a la opinión de que, derrotada en las invasiones de 1806 y 1807, Gran Bretaña decidió apoyar a los movimientos emancipadores para establecer un "imperio informal"?

-La tesis del "imperio informal" fue creada por los historiadores mucho más tarde. Ni los ministros ingleses ni los intereses comerciales británicos iban en esa dirección. Lo cierto es que América latina no era de gran importancia para Gran Bretaña. Como potencial mundial, su visión estaba más enfocada hacia el comercio con los Estados Unidos, el resto de Europa y vínculos más directos con Asia y Africa. En América latina buscaba comerciar e invertir. Y de esto podían los latinoamericanos sacar también provecho.

-¿Qué fue lo que originó el movimiento emancipador?

-Una crisis dentro del mundo hispano. Hasta mediados del siglo XVIII, la América española era menos colonia de lo que había sido en un principio y de lo que lo era hacia 1810. Entre 1700 y 1750, América latina había obtenido cierta independencia económica y también a nivel social, en lo que concierne a la presencia de los criollos en puestos de gobierno. Pero los Borbones trataron de frenar ese proceso. Esa reacción borbónica es lo que llevó a los criollos a iniciar el proceso de emancipación. Todos los imperios tienen una semilla de autodestrucción, algo que los hace inherentemente inestables.

-¿Este modelo de autoritarismo es una herencia inexorable de nuestro pasado hispánico?

-Los libertadores latinoamericanos emularon en gran medida el modelo autoritario de la monarquía española. Bolívar, al declararse presidente vitalicio con derecho a elegir a su sucesor, no dejaba mucho espacio para la participación política. San Martín nunca llegó a ese extremo, pero tampoco favorecía un modelo de participación democrática. Hace unos años, amigos míos que son académicos en Venezuela me aseguraban que Hugo Chávez no era un nuevo caudillo, sino un "populista del proletariado...". Eso me suena muy parecido a un caudillo de la vieja ola o a un autoritario populista. O quizás un bolivariano militarista. Hay que recordar que él viene del seno de las fuerzas armadas venezolanas, que no son precisamente una democracia... América latina no necesita una "independencia bolivariana". Bolívar no es un predecesor de Chávez. El nunca se consideró un revolucionario social. Introdujo reformas, es cierto, pero no quería reestructurar a la sociedad. Tampoco era un buscapleitos internacional. No criticaba a las grandes potencias de la época. Al contrario: buscaba su alianza. Jamás se asoció tampoco con países en los márgenes de la comunidad internacional. Es cierto que tenía reservas con respecto a los Estados Unidos, pero Bolívar aceptaba que era un buen ejemplo de republicanismo. Quizás el problema es que al declararse presidente vitalicio no aplicó las virtudes republicanas que tanto admiraba en Estados Unidos. El suyo era un modelo autoritario. Sólo en ese sentido yo veo un parangón entre Bolívar y Chávez. Pero hablar de una segunda ola de independencia no es acertado. Estamos comparando mundos muy distintos.

JOHN LYNCH
Historiador

Nació: el 11 de enero de 1927 en Boldon, al norte de Inglaterra.

Casado: con Wendy Kathleen Norman, desde 1960. Tiene cinco hijos.

Una frase: "La profesión de historiador ha cambiado por la influencia de las ciencias sociales y las estadísticas. Medir parece lo más importante, pero yo sigo creyendo en el sentido común y en el estilo".

jueves, 17 de junio de 2010

Imachine all the people


Hacer a los argentinos

Luis Alberto Romero
Para LA NACION

Miércoles 16 de junio de 2010

A fines del siglo XIX, el Estado argentino encaró una tarea extremadamente compleja: hacer a los argentinos. Su instrumento principal fue la escuela, y su éxito constituyó uno de los logros más contundentes que la Argentina exhibió en su primer centenario. Cien años después, la escuela deberá encarar un desafío similar: volver a hacer a los argentinos. Pero ahora, y a diferencia de hace cien años, deberá hacerlo en el contexto de una sociedad empobrecida y segmentada, y con el débil respaldo de un Estado carcomido interiormente y escaso de ideas y proyectos.

Desde las décadas finales del siglo XIX, la educación formó parte de las prioridades del Estado. Era aquél un Estado en construcción, dirigiendo una sociedad a la que la inmigración masiva estaba haciendo de nuevo. Los dirigentes políticos vivieron la circunstancia irrepetible de la "ingeniería social": poder llevar adelante, sin fuertes oposiciones, un proyecto para la Nación, en el que la educación tenía un papel fundamental.

En esa materia, se enfrentó con dos competidores. Uno era la Iglesia, que por entonces no tenía fuerza institucional suficiente para ofrecer una alternativa, aunque desde entonces se dedicó a construirla, y con éxito. El otro eran las organizaciones de las colectividades extranjeras, especialmente la italiana, preocupada por educar italianamente a los hijos de los inmigrantes. No era un problema menor, como mostró Lilia Ana Bertoni. La carta de triunfo del Estado fue ofrecer un servicio educativo a todas luces excelente. Las escuelas-palacio de fines de siglo, que aún subsisten, son uno de los muchos ejemplos de esa preocupación. El Estado ganó la competencia con amplitud.

¿Cuáles eran las tareas que el Estado asignaba a la educación en esa sociedad en formación? Lo básico es bien conocido: la enseñanza sería obligatoria, gratuita, común y laica. Se trataba de hacer un gran esfuerzo para ofrecer a todos los niños la misma posibilidad de una enseñanza excelente. Una enseñanza que los capacitara para desarrollarse en una sociedad competitiva y que desarrollara en ellos la valoración del esfuerzo y el trabajo y la confianza en el reconocimiento del mérito. Una enseñanza en la que los exámenes eran parte central del aprendizaje.

Pero había otra función: hacer a los argentinos. Los argentinos no nacieron en 1810 ni se hicieron argentinos espontáneamente, sino por obra del Estado educador. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, el problema se limitaba a integrar en una comunidad nacional imaginaria a porteños, salteños o cuyanos. Pero desde entonces se complicó y amplificó, con la llegada de las masas de piamonteses, calabreses y napolitanos, gallegos, catalanes y andaluces, siriolibaneses, montenegrinos, suecos, suizos... Hacer a los argentinos, a partir de esa muchedumbre babélica, se convirtió en un problema central para el Estado, que aceptó a regañadientes que los padres difícilmente se nacionalizarían -tales fueron los atractivos términos de la oferta inmigratoria-, pero apostó por los hijos y la escuela.

Allí, los hijos de los inmigrantes aprendieron la "lengua nacional", la geografía nacional y, sobre todo, la historia nacional. Los hijos de inmigrantes, que en su casa hablaban con sus padres y abuelos, quizás en su lengua, sobre su pasado y sus tradiciones, aprendieron que su historia en realidad comenzaba en 1810, que su héroe patrio era San Martín, que personajes como Rivadavia, Rosas o Mitre eran parte de su historia y de sus problemas. Se trataba, además, de una historia moral, con un mensaje acerca de las instituciones y el valor de la ley, apoyada por una sólida enseñanza del civismo. De modo que, además de argentinos, se formaron ciudadanos, aptos para reclamar sus derechos y ejercerlos. Un historiador se admira de la calidad de semejante "invención" historiográfica y de la eficacia de su transmisión. Un ciudadano empieza diciendo: así se hizo la Argentina.

El proyecto escolar fue parte del proceso más amplio, complejo y espontáneo de construcción de una nueva sociedad, al que la educación contribuyó a moldear. El resultado fue una sociedad caracterizada por su capacidad para incorporar e integrar a los migrantes externos, luego a los internos y finalmente a los de los países limítrofes. Lo hizo en primer lugar asegurándoles trabajo y oportunidades. Como no había tradiciones estamentales o de linaje, salvo en el estrecho sector de las elites, lo que se construyó fue una sociedad básicamente móvil, que a mediados del siglo XX había completado su democratización. Muchas veces se ha subrayado que la Argentina fue un país de clases medias, una singularidad en el contexto hispanoamericano. La idea es correcta, pero no en términos estáticos -una franja en una pirámide social-, sino como imagen de una sociedad en la que los hijos normalmente estuvieron mejor que sus padres. La educación fue uno de los principales instrumentos de ascenso y el Estado puso al alcance de todos una educación excelente.

Si comparamos aquella Argentina con la actual, saltan a la vista dos grandes diferencias. De la integración y movilidad social hemos pasado a la polarización y la segmentación. Por su parte, el Estado ha perdido su rumbo y su potencia, y ni puede ni sabe cómo modificar la situación actual. Si bien este cambio se incubó a lo largo del siglo XX, el gran quiebre se ha producido a mediados de la década de 1970.

A lo largo del siglo XX, el Estado desarrolló una relación ambigua e impura con las grupos de intereses de la sociedad y terminó convirtiéndose en un botín, disputado por corporaciones que habían colonizado sus oficinas y ministerios. En el caso de la educación, la principal es la Iglesia, que otrora tuvo la intención de convertir al Estado en confesional, pero que desde mediados del siglo XX se concentró en desarrollar su propio sistema educativo, financiado por el Estado, cuyo crecimiento ha acompañado la declinación de la escuela pública. La otra gran corporación son los gremios docentes, cuyos modos de funcionamiento constituyen hoy un serio problema para la escuela.

Pero además, desde 1975 hasta hoy -con la salvedad de los años de Alfonsín, que al respecto fueron neutros-, distintas políticas, con diferentes intenciones, coincidieron en un resultado común: desarmar el Estado, sus agencias, su funcionariado, sus normas, su ética, su capacidad de pensar. En la educación, esto se tradujo en el abandono de la función directriz del Estado nacional y en la reducción de recursos presupuestarios, clara señal de que la educación había dejado de estar entre sus prioridades. Un caso típico fue el de la transferencia de las escuelas y colegios a las provincias, generalmente sin los recursos correspondientes.

A eso se agregó, en los años 90, la reforma educativa. Hubo en ella un esfuerzo valioso de actualización de los contenidos, pero se le agregó una reestructuración de los ciclos -la EGB, el polimodal- cuya necesidad no era evidente y cuyos costos fueron altísimos. Se sostuvo que era necesario un cimbronazo institucional para que cada docente cambiara sus rutinas. Quizá sea así en otros contextos. Pero en la Argentina de los años 90 lo que se hizo fue destruir lo que había sin tener los medios de construir algo nuevo. Esa fue la contribución más importante del Estado a la crisis de la escuela pública, a la que por entonces decidió considerar la escuela de los pobres.

Con respecto a la sociedad, coexisten hoy tres mundos separados: una minoría muy rica, un gran sector de pobres y otro gran sector de clases medias, sobrevivientes de la vieja Argentina y tradicionales animadoras del viejo proyecto educativo. Entre estas clases medias, un sector muy amplio apreció tradicionalmente la calidad de la escuela pública y sobre todo valoró su carácter común y su contribución a la integración social y a la formación de ciudadanos. Su acelerado deterioro, notable en las dos últimas décadas, llevó a la mayoría de ellos a enviar a sus hijos a escuelas privadas; quizá no se entusiasman con sus orientaciones culturales ni se ilusionan con su nivel pedagógico, pero aprecian que al menos las clases se dictan. Esta deserción de las clases medias ha hecho una contribución importante a la crisis de la escuela pública, reservándola para quienes no pueden pagar otra.

La gran novedad de la sociedad argentina es la formación de un mundo de la pobreza. Al principio fue el resultado de la desocupación y la retirada del Estado. Hoy es un mundo que tiene su propia lógica de reproducción y que no se disolverá simplemente con mayor oferta de empleo. En el mundo de la pobreza está desapareciendo la idea del trabajo regular, con todo lo que implica en términos de organización social, y la cultura del esfuerzo, el mérito y el logro ha perdido su antigua significación. Por otra parte, es un mundo donde el Estado legal tiene poca presencia, aunque la acción ilegal de sus agentes sea importante. Una zona gris, en los términos de Javier Auyero, en donde los términos de lo lícito y lo ilícito significan poco.

Finalmente, es un mundo de renovado movimiento migratorio, proveniente de provincias argentinas y de países limítrofes. Un mundo babélico, de comunidades étnicas con una cierta tendencia a la autorregulación.

Paradójicamente, la escuela es una de las partes del Estado que mejor han resistido el vendaval destructor. Que hasta cierto punto conserva su institucionalidad, su normativa, su personal, con una dosis de calificación y de ética burocrática. De hecho, un Estado en retirada les confía hoy a sus escuelas para pobres y a sus docentes la función de la inclusión, de la contención. Le pide infinidad de cosas: que alimente, que cuide de la salud, que se haga cargo de las situaciones familiares y eventualmente que eduque. Ha habido, sobre todo en los últimos diez años, una decisión de subordinar las prioridades educativas a las de la inclusión y la contención, a costa de los valores del saber y el aprendizaje, del mérito, el logro y hasta el trabajo. Una buena función, sin duda, si sólo se trata de una reproducción menos dolorosa y conflictiva del mundo de la pobreza.

Una transformación de ese mundo requiere otra política. Por cierto, la escuela no puede resolver el problema de la pobreza, pero tiene una función esencial en un proyecto más amplio. Implicaría para la escuela un desafío no menor que el de 1900. Se trata de enseñar de modo tal que los niños pobres quieran hacer el esfuerzo de modificar ese mundo. Se trata de enseñar los saberes necesarios, que no son necesariamente los más actuales. Se trata de recuperar uno que, de manera sorprendente, la democracia ha radiado: la alfabetización constitucional, la enseñanza de la ley. Pero lo decisivo está en las prácticas, las actitudes y los valores. Hay que enseñar que ser alumno es un trabajo. Que se aprende con esfuerzo. Que en la enseñanza hay logros y hay méritos que deben ser reconocidos. Y también exigencias, exámenes, estándares mínimos y promociones que no son automáticas. Varias corrientes pedagógicas han sembrado sospechas sobre estas palabras, pero con ellas se construyeron los buenos sistemas educativos, en el capitalismo y en el socialismo.

Finalmente, se trata de volver a atraer a la escuela pública a las clases medias que la han abandonado, ofreciéndoles otra vez una enseñanza de tanta o más calidad que la escuela privada. Se trata de integrar a ellos y a los pobres en un universo común. Contra la corriente de una sociedad segmentada, se trata, otra vez, de hacer a los argentinos. Es un desafío tan grande como el que enfrentó la escuela de 1900 con los inmigrantes. Como entonces, es necesario en cualquier proyecto para la Nación. Pero, por supuesto, no es suficiente. © LA NACION

El autor es historiador del Conicet-Unsam

martes, 15 de junio de 2010

La ética detrás del oficio

por Germán del Sol Stuven,
escritor y músico

Escrito titulado “La ética detrás del oficio” en que realiza un interesantísimo análisis del libro de Rafael Moneo sobre Alvaro Siza “Contra la indiferencia como norma” y en el cual analiza desde su punto de vista personal las cuestiones principales sobre las que gira su idea sobre arquitectura.

Después del quiebre el escrito…

La ética detrás del oficio

En relación al texto de Rafael Moneo sobre Álvaro Siza – Vieira,
me propongo analizar las cuestiones principales
en torno a las que gira su idea de la arquitectura.

Considerando que Moneo comienza dando algunas pinceladas
sobre lo que caracteriza al arquitecto portugués,
para luego aplicar sus parámetros
en un minucioso análisis de algunas de sus obras,
me parece que lo importante en este ensayo
es destacar aquellos aspectos
que hicieron de Siza un artista singular,
y creo que esto requiere, antes que nada,
comprender la ética en la que se fundamenta su oficio.

Si tomamos en cuenta algunas de las enseñanzas de Sartre,
en “El existencialismo es un humanismo”
entenderemos que él le otorga la responsabilidad al individuo.
Pero no a un individuo aislado,
sino a un individuo que forma parte de un cuerpo social
y que, por lo mismo – dicho en simple -,
debe sopesar sus actos conforme a cómo sería el mundo
si todos actuaran como él.
Quiero decir, ya no es el revolucionario
que intenta que las masas cambien de parecer
o adhieran a determinadas doctrinas,
sino que es el hombre,
en la intimidad de sus decisiones,
el que cambia el mundo y fija el ejemplo a seguir.

En el contexto del movimiento moderno,
donde quizás el ego del artista
ha sido profundamente sobrevalorado,
adquiere aún más valor la presencia
de un personaje como Álvaro Siza,
fiel cuidador de una ética
en la que hacer las cosas enseña a hacerlas.

En mayor o menor medida, todos somos testigos
de la proliferación de arquitecturas meramente estéticas,
en las que parece que el arquitecto quisiera gritarle al transeúnte:
“Yo construí esto, Mírame”
Proyectos pensados para la fachada,
o la foto de publicación.
Sin embargo, Moneo dice sobre Siza que “él no actúa,
simplemente desvela aquello con lo que nos sorprende”

El zapato más viejo del mundo tiene 5.500 años


ELPAIS.com - Sociedad - 10-06-2010


Un zapato de piel extraordinariamente bien conservado, con cordones para ajustarlo y relleno de paja, tal vez para mantener la forma, ha sido hallado en una cueva de Armenia por un equipo internacional de arqueólogos. Es de un pie derecho. Con sus 24,5 centímetros de largo y entre 7,6 y 10 centímetros de ancho, correspondería a una talla 37 actual y pudiera ser de mujer, pero los investigadores consideran que también le estaría bien a un hombre adulto o a un adolescente masculino. Está hecho de una sola pieza de piel de vaca, como un primitivo mocasín. Ron Pinhasi (University College Cork, Irlanda) y sus colegas afirman que la pieza se ha datado en 5.500 años de antigüedad, por lo que se trata del zapato de este tipo más antiguo del mundo, aunque existen muestras de calzado anteriores, que son sandalias o chanclas hechas de materiales vegetales. Los zapatos más antiguos descubiertos hasta eran los de Ötzi, el hombre de los hielos, son unos 300 años más recientes que el mocasín de Armenia y, además están mal conservados, hasta que punto de que sólo quedan unos fragmentos.


Fue la estudiante de doctorado Diana Zardaryan del Instituto de Arqueología de Armenia, quien encontró el zapato, en 2008, en la cueva Areni-1, en Armenia. Al lado había un cacharro y unos cuernos de carnero. "Me quedé estupefacta al ver que incluso los cordones del zapato estaban tan bien conservados". La clave de la preservación seguramente está en la gruesa capa de excrementos de oveja que cubría a cueva sellando los objetos durante miles de años, explican los investigadores, que han dado a conocer su hallazgo en la revista Plos One.


El zapato esta lleno de paja y Pinhasi y sus colegas recuerdan que, según los estudios etnográficos, el propósito de este tipo de relleno en el calzado es mantener el pie caliente y protegido, pero en este caso, dado que las pajas están revueltas, se inclinan más pensar que se trataba de una especie de horma primitiva, para mantener la forma del mocasín o, tal vez, para guardarlo. Unos cordones que pasan a través de perforaciones de la piel del zapato servirían para ajustarlo al pie, incluida la parte del talón.


Para precisar la antigüedad del viejo zapato armenio, se han hecho dos análisis independientes por radiocarbono en un laboratorio de Oxford (Reino Unido) y en otro de California (EE UU), con pequeños fragmentos de piel y de la paja que hay en su interior. La conclusión es que tiene 5.500 millones de años, es decir que es del 3.500 a.C., del período llamado calcolítico (entre la edad de piedra y la edad del bronce). Como recuerdan los investigadores en Plos One, eso significa mil años antes que la construcción de la Gran Pirámide de Giza, en Egipto.


Los arqueólogos explican que los habitantes de la cueva de Areni la utilizaban como habitación, pero también para actividades económicas y rituales. Entre los objetos encontrados, destaca algunos recipientes con trigo y cebada bien conservada, albaricoques y otras plantas comestibles.


martes, 8 de junio de 2010

Feliz cumpleaños Rennie




Charles Rennie Mackintosh (7 de junio de 1868 – 10 de diciembre de 1928) fue un arquitecto, diseñador y acuarelista escocés, que tuvo una importancia fundamental en el movimiento Arts and Crafts y que además fue el máximo exponente del Art Nouveau en Escocia.


Protomodernista (antecedente del modernismo). Trata de reformar rompiendo con lo anterior. Saltó a la fama después de exponer sus muebles en la Secesión de Viena en 1900. Formó parte del grupo “Los cuatro” de Glasgow, creado en 1897. Fue su principal figura.


Toma elementos del Arts and Crafts, y fue muy bien aceptado por la oposición al Art Nouveau belga (fue un héroe para la Secesión).


Era uno de los Arquitectos mas destacado de los personajes vinculados al Art Nouveau (incluyendo a Victor Horta), pero después de 1913 no recibió más encargos y murió en la miseria en 1928 (miseria que también está relacionada con su afición a la bebida).